Del juicio de Paris y la manzana de la Discordia. El verdadero origen de la guerra de Troya.

Hay  mitos  que reemplazan a sus pares, ya sea en el campo de la tradición oral como en el histórico, sembrando de dudas e interpretacion...


Hay mitos que reemplazan a sus pares, ya sea en el campo de la tradición oral como en el histórico, sembrando de dudas e interpretaciones erróneas a los atónitos mitófilos. La guerra de Troya es un ejemplo claro. Si le preguntamos a un historiador sobre el origen del conflicto, sin dudas argumentará algo sobre la dominación marítima del Egeo. El amante de los mitos, en cambio, preferirá hablarnos de los amores clandestinos de Paris y Helena, su posterior "rapto", y la invasión de los ofendidos griegos sobre las costas de Illión.

No obstante, el gérmen mítico de la Guerra de Troya es anterior a esos amores ilícitos; e incluso anterior al nacimiento de Aquiles.

Tetis, la nereida, y Peleo, rey de los mirmidones, organizaron una boda impresionante en la que no faltaron los hombres más importantes del mundo. Ni siquiera los dioses del Olimpo quisieron perderse la cita, que prometía ser un evento inolvidable. Ciertamente no se equivocaban. Apenas empezada la tertulia, Proteo, el anciano sabio, profetizó a Tetis, todavía emocionada por los licores matrimoniales:

Serás madre de un joven que en sus años de fortaleza superará las hazañas de su padre y será llamado más importante que él...
Zéus, que jamás dejaba pasar la oportunidad de acostarse con mujeres hermosas, sean ninfas, nereidas o simples mortales, suplantó a Peleo en el lecho; pero éste apareció súbitamente, de tal forma que el dios debió camuflarse en un vapor. Con las entrañas ardiendo por la semilla abrasadora del Señor del Olimpo, Tetis también recibió en su interior a su marido legítimo, Peleo. Entre ambos engendrarían al Invencible, al Intocable. Ovidio expone esta unión con una frase impresionante:

El héroe abraza a la que se declara vencida, 
se apodera de sus deseos, y la llena del gran Aquiles...
Ahora bien, las fiestas por la boda se sucedían día tras día. Los bailes y el vino fuerte, aromatizado con hierbas, corrían abundantes entre dioses y mortales. En el quinto día de festejos apareció la única criatura inmortal que no habia sido invitada, Eris, la Discordia.

Ofendida por la omisión, Eris urdió la manera de vengarse a través de la astucia. Llegó a la mesa central del banquete, donde se hallaban las personalidades más destacadas del Olimpo y la Tierra, y arrojó sobre una vasija una manzana de oro. Todos se quedaron en silencio, concientes de aquella aparición indeseable; y el silencio se hizo aún más profundo y perturbador cuando la Discordia pronunció su frase letal, antes de retirarse sigilosamente:

Para la más hermosa...
En otra circunstancia, aquel regalo hubiese sido un motivo de júbilo. Pero aquella mesa era compartida por las tres diosas más importantes del OlimpoHeraAfrodita y Atenea.

Tras un momento de confusión, las tres diosas, creyéndose aludidas por las palabras de Eris, se arrojaron sobre la manzana de oro. La disputa, al comienzo verbal, dio paso a toda clase de empellones e insultos, en los que finalmente intervino Zeus. Se decidió que ninguno de los presentes podía declarar cuál de las tres era la más hermosa, básicamente porque la venganza de las perdedoras podía ser enojosa para la continuidad de la fiesta; de modo que se le encomendó a Hermes, el mensajero, que buscase a un juez imparcial. Alguien sugirió entonces al joven Paris, el príncipe pastor que vivía solitariamente en las planicies de Troya. Hermes voló como el viento con la manzana de oro atada al cinto, ubicó al muchacho, y le explicó el dilema, evitando mencionar que la disputa era entre tres divinidades más bien volátiles.

Paris se presentó en el banquete. Se lo colocó en un atril improvisado, desde donde emitiría su opinión final. Rápidamente advirtió el engaño de Hermes, pero ya era demasiado tarde para rehuir el compromiso. Cada una de las diosas intentó convencer al juez, e incluso sobornarlo. Atenea, la diosa de la inteligencia y la guerra, le ofreció infinita sabiduría y la posibilidad de salir vencedor de todas las batallas. Hera, esposa de Zeus, le ofreció poderes incalculables, además del trono de Asia. Y Afrodita, la diosa del amor, le susurró al oído que si ella era la elegida le daría el amor de la mujer mortal más hermosa del mundo.

Todavía indeciso, o simulando indecisión, Paris confesó que aún no podía declarar cual de las tres era la más bella. Acto seguido, las diosas, acaso indignadas por la duda del príncipe, se arrancaron las ropas y quedaron desnudas ante sus ojos y los de todos los comensales. Se alzaron voces confusas, que anunciaban la victoria de unas y otras, pero Paris se mantuvo en silencio. Revisó sesudamente la perfección de las diosas, la inmortalidad hecha carne, y finalmente se decidió por la más impactante de todas... Afrodita.

Aquella decisión, en otros foros, meramente lúdica, acarrearía para el joven Paris y su pueblo, Troya, consecuencias devastadoras. La promesa de Afrodita se cumplió en toda regla, y el pecho de Helena, la mujer más hermosa del mundo -y también esposa de Menelao, rey de Esparta-, se inflamó por el príncipe; que terminó llevándosela a Illión después de una noche apasionada.

Pero no solo el don de Afrodita terminó siendo nefasto para el joven Paris. La furia de las perdedoras también se cumplió con todo el rigor del caso. Odiseo, pupilo de Atenea, finalmente sería el que urdiese la estratagema de construir un enorme caballo de madera para entrar en los muros de Troya; y Aquiles, el Invencible, patrocinado por el esposo de Hera, haría estragos entre las filas troyanas, dándole un nuevo significado a la palabra guerra.

Y es que hay problemas cuya resolusión resulta imposible, aún cuando la decisión sea acertada. Paris se inclinó por el amor, y no podemos juzgarlo por ello. De todas las guerras imaginables, aquella que nace de una pasión acaso sea la más noble de todas. Sea como sea, en algún rincón del orbe o los abismos, cuando la flota del Egeo izó sus velas negras y las costas de Troya se oscurecieron bajo la sombra de mil mástiles, la Discordia, que no conoce de pasiones, sonrió en soledad...

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